La luna ensimismada en su belleza, iluminó la noche, sin notar aquella tenue luz, casi inapreciable. El viento silbó su canción nocturna, sin oír aquel sollozo, casi imperceptible. Aquel viejo árbol permaneció sereno, compartiendo la tristeza que albergaban sus ramas. Hubiese deseado marchar, si sus raíces se lo permitieran, empero enfrentó su destino y silenció sus lágrimas; ya eran demasiadas corriendo por su savia. Era demasiado grande su responsabilidad, aceptada y elegida desde antes de los tiempos; y la que perduraría mas allá del mismo. Pues era él, la conjunción de todas las plantas; las conocidas y las por conocer. Era roble y era junco; era sauce y también era rosa; era helecho y era álamo. Cada rama, una hoja disímil; cada instante una flor lo embellecía; en cada alba y ocaso, era verde su follaje. Y fue tal su importancia, como origen y principio, que opacó su beldad tornándose invisible, a los ojos vulgares, a las miradas corrompidas.
Un gran árbol, doblegado por una tristeza que no le pertenecía; y la había hecho tan propia, que de poseer alma, yacería marchita, yacería sin vida. Todo ese dolor, que desde hacía tantos solsticios se iban transformando en propio, le pertenecía a ella, un hada caída. Quien no crea en hadas, jamás podrá leer su historia, tallada con lágrimas en este viejo árbol. Su cárcel.Silenciosa, ya sin voz, ya sin canto. Pequeña como su esperanza, frágil como su cordura. Su larga cabellera, otrora blonda, otrora fuego, acaecía parda como una hoja de otoño. Su cuerpo, perdía la capacidad para cambiar de apariencia, de volverse etérea. Su piel aún poseía ese color azulado, como un trozo de cielo, reposando sobre un árbol. Sus ojos lilas, lavados por lágrimas, eran ya olvido, eran ya gris desconsuelo. No quedaban vestigios de sus brillantes alas, el tiempo se las había despojado. Una luz brillante se desprendía de su cuerpo, un haz de luz que se ahogaba. Su llegada, sucedió de la nada, una mañana de primavera y sabiendo, no se marcharía. Así los presentó el destino y se conocieron sin preguntas, no eran necesarias las palabras. Así supo su historia y su condena.
Seres mágicos, ángeles rebeldes expulsados del edén, antiguas divinidades, almas de niños fallecidos, hadas. Criaturas benignas y alegres, amantes de la música y la naturaleza. Un linaje que sólo los puros de alma, podrán aspirar a conocer.
Un hada condenada que necesitaba expiar su tristeza. Se arrodilló sobre la rama de un fresno, mientras las hojas de un ciprés jugaban con su cabellera. Deshizo un manojo de hierbas y tomó un puñado de polvo, entre rojizo y dorado. Lo esparció por el aire hasta que comenzó a dibujarse su historia.
Una mañana de hacía tantos soles atrás, la vio nacer. La cobijó una cuna de pétalos de rosas y jazmines, las que le ofrendaron su aroma y la impregnaron para toda la eternidad. El sol le obsequió uno de sus primeros rayos para dorarle la cabellera. La naturaleza conjuró un hechizo y le otorgó su nombre, Ifis. La noche le prestó una lluvia de estrellas para velar su sueño. La sonrisa ya iluminaba su rostro antes que abriera sus ojos lilas. Levemente sus alas translúcidas, como las aguas del río que nunca duerme; comenzaban a desplegarse, a desear el vuelo.
Así transcurrieron soles y lunas, mientras aprendía a tornarse invisible. A levitar sin el uso de las alas; mientras se le revelaban los secretos de la magia; las leyes que regían a las hadas. Se le concedió el espíritu de las hadas alegres, las que no sabían de lágrimas. Un tiempo pleno de diversión, en perfecta armonía con la naturaleza. Era un hada, era magia. A sabiendas de que las hadas disfrutan de realizar travesuras con los humanos, tampoco se había encontrado con uno; y en cierto punto no le importaba demasiado, su diversión le bastaba. Pero nada ocurre por azar, o tal vez si.
Su espíritu aventurero, la llevaba a explorar lo desconocido, era su naturaleza. Y fue en una tarde en que el cielo estaba tan claro, que de cerrar los ojos hubiese pertenecido al firmamento. No era necesario desaparecer, solo bastaba cerrar los ojos. En silencio, se divertía intentando introducirse en una gota de rocío sin romperla. Ardua tarea, que no llegó a concretar, pues un sonido lejano la distrajo. La brisa le acercó una canción que jamás olvidaría, pues evocaba a las hadas. Quizás fue el llamado del destino, tal vez solo casualidad. Una voz tan dulce como nunca oyó era quien le obsequiaba esta melodía. La curiosidad pudo más que la premura, y como encantada fue marchando hacia el origen de la música.
No fue mucho el trayecto, pues sobre los tréboles que crecen siempre verde, observó una niña cantando. Así la conoció por vez primera, buscando un trébol de cuatro hojas y entonando una melodía. Niña morena, de cabello negro azabache; de ojos tan azules, que de ser de noche, iluminarían a su alrededor. Su edad, tal vez seis años, puesto que desconocía como medían el tiempo los humanos. Si, este era su primer encuentro con una persona, y sin haber tenido contacto alguno, lo disfrutaba desde la distancia, observando. Todo cambió en una fracción de segundos. La niña había hallado el tan preciado trébol, y en ese mismo instante pronunció.
- Acércate hada, yo creo en ti, te he visto.
Supo en ese momento, esta niña era especial y cambiaría su vida para siempre. Con mucho miedo y vergonzosamente se fue tornando visible. Se posó sobre la palma de la mano que aquella niña sostenía abierta y extendida, esperando. Sus ojos lilas, se encontraron con aquellos azules, y el temor se desvaneció. Se contemplaron, se descubrieron por largo tiempo, hasta que la niña hizo uso de su voz.
- Que bella eres, Bancis es mi nombre, y desearía saber el tuyo.
Ifis, que conocía perfectamente las leyes por las que se regían las hadas, tenía la seguridad de que al revelar su nombre corría el riesgo de pertenecer a quien lo supiera. Y no estaba dispuesta a ello. Entonces, su suave voz fue la que habló.
- No puedo revelarte mi nombre, mas llámame como tú lo desees.
La niña pensó, la miró de arriba hacia abajo, contempló su alrededor. Dibujó en su rostro una sonrisa, pues encontraba el nombre indicado.
- Pareces un trozo de cielo y así te llamaré. Serás Cielo para mí.
Las dos consintieron que era una buena elección y rieron hasta que no les quedó risa dentro. Ambas sabían, comenzaba una amistad que ni el tiempo habría de destruirla. Cada una reveló su historia. Bancis vivía del otro lado del río con sus padres; gustaba y le fascinaban los tréboles. Cada día iba en busca de ellos, con el solo anhelo de hallar el de cuatro hojas; y lo había encontrado. No poseía amigos, era solitaria por naturaleza. Tiempos de juegos y aventuras. Algo que Ifis conocía perfectamente. Se despidieron, sabiendo, pronto volverían a reencontrarse.
Transcurrieron muchas tardes en que hubo reencuentros, en que el vínculo que las unía se hacía más fuerte. Ifis le obsequiaba historias de hadas, le mostró la magia que era capaz de realizar; juntas vieron emerger luces de infinitos colores desde las flores. Juntas vieron el danzar de las gotas que traía la lluvia. Compartieron canciones y aprendieron a silbar. Fueron descubriendo el mundo que las rodeaba. Era un tiempo, en que de saberlo, apreciarían abrazar la felicidad. Era una amistad entre dos mundos distintos, en que nada se pedía y todo se ofrecía.
La nostalgia golpeó de frente a Ifis, e hizo volviera a la realidad; lágrimas en su mejilla le recordaban el porqué se encontraba allí. La tristeza y melancolía no eran tan dulces como la miel que gustaba saborear. No obstante una vez iniciado el camino, debía continuar hasta el fin. Por eso, decidió secar sus lágrimas, ahuyentar la tristeza momentáneamente y culminar su historia. Pues el árbol la oía mientras absorbía su dolor. Nuevamente el manojo de hierbas y el puñado de polvo esparcido por el aire, pero esta vez no era dorado y rojizo. Era negro, y ahí terminó de dibujarse lo que necesitaba decir.
Hubo muchos ocasos y otros tantos amaneceres en que todo transcurrió normal. Ifis y Bancis lograban que su amistad fuera sincera, pura. Una noche en que Cielo no conseguía conciliar el sueño, observó la luna y descubrió, poseía una mancha roja como una gota de sangre; un mal presagio tal vez.
A la mañana siguiente, partió en busca de un trébol de cuatro hojas para obsequiarlo a Bancis. Mientras llevaba a cabo su búsqueda, le llamó la atención una mariposa que volaba dando giros sobre el río que nunca duerme. Realizó un vuelo tenue manteniéndose a una misma altura; y de repente, como si sus alas se hubiesen fatigado del aleteo de toda su vida, cesaron de hacerlo. Cayendo en silencio, desplomándose suave; la abrazó el río; y las aguas acariciaron sus alas, pero ya su vida no volaba; un mal presagio.
Bancis no acudió ese día, ni tampoco los que vinieron. Cielo no dejó de acudir ni un solo día; y solo encontraba los tréboles que también esperaban. Comenzaba a saborear lo que era la ausencia, la tristeza; y la atormentaba el desconocer el motivo. Una tarde, en que los relámpagos anunciaban la visita de una tormenta, la encontró, buscando un trébol de cuatro hojas, pero esta vez, era la desesperación quien lo buscaba. Por primera vez, vio el rostro del dolor, descubrió lágrimas en los ojos de su amiga. El sufrimiento asfixiaba, su alma respiraba desdén. Cuando sus miradas se encontraron, supo sin palabras lo sucedido, su tormento; e hizo propio el dolor de su amiga.
Aquella pequeña que desbordaba de alegría, que le confió sus sueños; compañera de aventuras y descubrimientos. Abrazó a la niña, que hoy la vida golpeaba de lleno, haciéndola crecer por el dolor, conociendo el vacío, la ausencia, la desazón. Había visto partir a sus padres y cuánto dolía saber que no regresarían. Se marcharon sin aviso, sin obsequiarle una despedida. La muerte los sorprendió bajo el disfraz de un accidente. Sin solicitar permiso, inmutable, tomó sus vidas y partió. Legándole la desprotección, la soledad absoluta. Descubrió lo injusta que suele ser la vida, el miedo a su futuro incierto, el sufrimiento y la pérdida.
Sabía que ninguna de sus palabras habría de consolarla. Debía realizar hasta lo imposible, y aunque empeñara su propia vida en ello; sería un acto de amor. Sin dudarlo asumió las consecuencias y en ese instante se condenó. Decidió realizar lo que ninguna hada hubiese osado llevar a cabo. Efectuaría el conjuro prohibido. Era el único hechizo vedado por la ley de las hadas, y revestía casi la misma gravedad, que una de ellas contrajera matrimonio con un mortal. Aún así, era conciente de sus actos, ayudar a su amiga era lo único que importaba.
La niña permanecía de rodillas sobre el lecho de tréboles sin tener noción de lo que acontecía, aletargada en la pena. Entre tanto, Ifis preparaba lo necesario para efectuar el conjuro. Dibujó un círculo sobre el suelo, se elevó sobre el centro, extendió los brazos, y con la voz mas suave que jamás podrá alguien oír, pronunció.
- Yo, Ifis, hada de espíritu alegre,
Invoco a la última letra
La que no se pronuncia, la olvidada.
Yo, Ifis, hermana de la naturaleza,
Te solicita ordenes al tiempo
Retroceder diez soles y diez lunas.
Yo, Ifis, hada de espíritu alegre,
Invoco a la última letra
La que no se pronuncia, la olvidada.
Me conceda su magia.
Y sobre el suelo la dibujó.
El hechizo prohibido, una letra que sólo podía dibujarse. Tenía magia y podía realizar todo lo que se le solicitase, salvo influir directamente sobre la vida o muerte. Estaba negado su uso, e Ifis lo sabía. Tampoco estaba permitido intervenir en el curso del destino. Aún así, no lo dudó. El tiempo, no opuso resistencia alguna y comenzó a retroceder. Todo lo hecho se deshizo, todo lo transcurrido regresó hacia atrás, diez soles y diez lunas. Mismo lugar, diferente tiempo. Bancis, con la sonrisa y animosidad de siempre. Ifis, con la sonrisa de la tarea casi cumplida; y la congoja asomándose para encaminarla hacia su condena. Tenía la certeza de que ese era su último encuentro y se negaba a solo pensarlo.
Tomó las manos de la pequeña, ocultó sus lágrimas, y habló.
-Escucha amiga, no preguntes, pues no podré responderte, solo pido un gran favor. Esta noche, no permitas a tus padres marchar, confía en mí.
Bancis, oyó sorprendida el pedido de Cielo, pero asintió que algún motivo habría de tener. Y era tal la confianza en su amiga, que no dudó ni objetó su solicitud. Haría hasta lo imposible para llevarlo cabo.
Ya la tarde moría y era momento de despedirse. Tomó Ifis una lágrima que ya comenzaba a humedecer sus pupilas; moldeó una rosa con ella; y le susurró su nombre para que permaneciera dentro de la bella flor. Le obsequió a Bancis una rosa cristalina, hecha de magia, dolor y amor. Y antes de marchar le confió.
-Te obsequio esta rosa, amiga mía, en honor a nuestra amistad. Dentro de ella está grabado mi nombre, que solo develará una lágrima pura e inocente; y tal vez, obsequiará mi libertad.
Tomó Bancis el regalo, y marcho entre saltos y melodías, como un día más. Como si no hubiesen transcurrido diez soles y diez lunas. Tomó Ifis el recuerdo de su amiga, y marchó silenciosa. La esperaba el consejo de las hadas, la esperaba su condena.
Reunidas todas las hadas en silencio y entre lamentos, pues si bien Ifis había obrado por amor, no obstante había traicionado las leyes de las hadas. Así se la juzgó, por haber utilizado el encantamiento prohibido y cambiar el rumbo del destino. La sentencia, la más cruel, destinada y condenada al olvido.Mientras Ifis aceptaba el castigo, en algún lugar, Bancis evitaba que sus padres marcharan. Entonces, valía la pena. Su amiga no sabría el dolor que ocasionaba la pérdida.
El olvido mata lentamente y sin contemplación. Era momento de pagar su culpa. Bancis contemplaba las estrellas cuando se le hurtaron los recuerdos de Ifis, la había olvidado. No recordaría las hadas, ni todo lo vivido. Jamás se preguntó por que dejaron de agradarle los tréboles, ni por que nunca retornó a ellos. Pues no tenía recuerdos. Ifis ya despojada de su magia, marcho hacia su última morada, el árbol que sería su prisión.
Ifis descansó, le había contado su pena al árbol, agotada, durmió sobre las hojas que serían su lecho hasta que la muerte se apiadara de ella. Y el tiempo lentamente transcurrió. Mientras, la esperanza se desvanecía como la luz que irradiaba, como la luz que se apagaba. Jamás se arrepintió de sus actos, tenía aún sus recuerdos, que fue lo único de lo que no la despojaron. Llevaba a Bancis en su corazón, un bálsamo para tanto dolor.
Miles de ocasos y amaneceres los encontraron hermanados. Árbol y hada, uno angustiado, y el otro sosteniendo tanta amargura. Ifis, la del espíritu alegre, ya no tenía por qué sonreír. Ya no esperar nada, la sumía en el vacío. Tenía la certeza, de que su final estaba próximo, lo esperaba, ya abatida, ya redimida.
Transcurrieron más ocasos y amaneceres. Se habían sucedidos años. Bancis, antes niña de cabellos negros y ojos azules, era ya mujer. Su vida distaba mucho de la de Ifis. Sus sueños fueron cumplidos, poseía la compañía de sus padres, que jamás la habían abandonado. Una vida normal, con vaivenes, tristezas y alegrías. Pero nunca dejó de dar las gracias por lo que poseía. La vida nuevamente le obsequiaba un motivo para agradecer. Traería un hijo al mundo y sabía era una niña, lo presentía. Saboreaba lo que era la felicidad plena, y la emoción se vislumbraba en sus lágrimas. Se encontraba Bancis ordenando recuerdos, cuando en un cofre azul como sus ojos, halló durmiendo soles y lunas; una rosa de cristal. La tomó en sus manos, mas no logró recordar como había llegado a ella. No importaba, su pensamiento era ocupado por el amor que ofrecía un hijo. La vida en algún momento le había quitado la inocencia, la había hecho crecer. Inocencia que ya despertaba dentro de su ser, y la dejó escapar en llanto, emoción. Una lágrima cayó sobre la rosa dormida, que aún permanecía en sus manos. Una lágrima deshizo la rosa cristalina y grabó en su mano un nombre, Ifis. Había llegado el tiempo de redención, de culpas saldadas. Con la fuerza de un volcán, uno a uno, los recuerdos fueron emergiendo, pues yacían dormidos. Recordó los tréboles, recordó su niñez, recordó la magia de las hadas, recordó la danza de las gotas, las luces en las flores, recordó a su amiga. La rosa ya deshecha, le mostró el retroceso del tiempo, los diez soles y diez lunas; le mostró la condena de Cielo y su prisión. Bancis, lloró como jamás lo hizo, sintió culpa por el olvido, dolor por el destino de su amiga sacrificada. Marchó de prisa, hacia donde los tréboles crecen siempre verde, y con la celeridad que le otorgaba la angustia, por destino o por azar, halló un trébol de cuatro hojas, y entonces pronunció.
-Acércate Ifis, yo creo en ti, te he visto.El hada supo que su tan ansiada libertad había llegado, supo que su condena había terminado. Una lágrima inocente le otorgaba su ya olvidado deseo, la libertad. Aún así sintió todo el cansancio de una vida y lloró. Abrazó el árbol, que la cobijó, le agradeció por cada día y cada noche, por escuchar su pena y mitigar tanta soledad. Con un dejo de nostalgia, se despidió de él y marchó hacia su liberación. Sintió en todo sus ser, el retorno de la magia, podía volar, podía desaparecer. Su corazón galopaba, y la emoción la condujo hacia donde los tréboles crecen siempre verdes, hacia su amiga. Allí la encontró, arrodillada y con las manos extendidas.
Poco a poco fue tornándose visible, y se abrazaron en las miradas. Ninguna dijo palabra alguna, a pesar del tiempo, se reconocían, sus lágrimas ofrendaron gratitud, ofrendaron todo el amor relegado por el olvido. Ifis, sabía este era el reencuentro pendiente, para poder marchar en paz. Bancis también lo supo en sus ojos lilas. Pero esta vez, el recuerdo jamás se marcharía.Anochecía, pero la luz que irradiaba Ifis, iluminaba todo alrededor, comenzó a levitar sin agitar sus alas. Acarició el rostro de la mujer que volvía a ser niña, le susurró algo al oído y siguió subiendo. Una luz en lo alto, se mantuvo unos segundos y se dejó caer. Cayó serena, cayó sonriente; la abrazó el río, la luz se había extinguido.
Hay quienes dicen, las hadas no poseen alma, en cambio Bancis tenía la certeza. Ifis entregaba la suya por su amiga. La tomó en sus manos y así permaneció hasta el alba, en que un rayo de sol transformó el cuerpo sin vida de Ifis, en un jazmín del color del fuego, una llama que nunca se extinguiría. La colocó sobre las aguas del río, y la dejó partir. Ifis, un hada de espíritu alegre, pertenecía a la naturaleza y allí debía estar. Bancis conoció así el dolor. Marchó despacio, sin atreverse a mirar hacia atrás. Abrazó su vientre, traería una hija a la vida, e Ifis sería su nombre